Personas recibiendo la vacuna en Brasil. (Foto: Referencial)

Hace apenas poco más de un año que el mundo recibió la preocupante información de que un virus asesino se había escapado en una ciudad de la China y estaba causando muertes por doquier. La noticia apenas nos encendió una lejana luz de alarma; pero pocos días después ya estaba tocando a nuestras puertas. En España, Italia, Gran Bretaña y Estados Unidos, el desconocido “virus de la corona” se expandía con celeridad, tomando a aduanas, gobiernos y sistemas de salud por total sorpresa y sin ninguna preparación. El miedo corrió por el mundo, y en pocos días, países enteros decretaron el cierre de las actividades comerciales y el encierro de sus ciudadanos.

Tras un año en el que hemos experimentado condiciones de vida inesperadas para estos tiempos, como el no poder salir a cumplir los deberes básicos de trabajo, visitas médicas, compras, deporte o recreación; o no poder ni tan siquiera producir lo necesario para el sustento, nos da muchos motivos para reflexionar sobre lo que sucede.

Estos días, cuando más de mil millones de cristianos y católicos del mundo se preparan a celebrar la Semana Santa, es decir, la memoria de cuando dos mil años atrás, Jesús de Nazaret fue señalado de sedicioso por hablar de amor y de justicia, y en cuestión de horas –con base en “fake news”– fue condenado y ajusticiado sobre una cruz; viene bien preguntarse sobre el sentido de ese amor que él predicaba, y sobre el sentido de la ética, –que es el modo de llamar el bien desde fuera de la religión–.

Un fenómeno increíble y desorientador en estos días, es que algunos grupos cristianos fundamentalistas, asociados con grupos nacionalistas radicales, han creado un entramado de teorías conspiracionistas para ver en la pandemia una intervención de fuerzas ocultas y oscuras, y para decretar su oposición a las vacunas, las cuales, según afirman, son solo una “punta de lanza” de la penetración de esas fuerzas del mal.

Por el contrario, el núcleo del mensaje de la Pascua es una invitación a vivir y a practicar esa ley del amor que enseñaba el profeta crucificado en Jerusalén.

En la ética civil, el más alto valor al que puede aspirar el hombre es la justicia, mientras que en la ética cristiana el valor más alto es el amor; ya que, puesto en palabras simples, justicia significa “dar a cada uno lo que en derecho le corresponde”, mientras que amor es “darte yo a ti, libremente, de aquello que en derecho me corresponde a mí”. Por lo tanto, el amor contiene dentro de sí a la justicia, pero la sobrepasa. Y por eso, aunque la ley civil puede exigir la justicia, no puede exigir el amor, pues nadie puede ser obligado a dar de lo suyo.

Al final, ya sea movidos por el amor o bien por la justicia, el acto de solidaridad más concreto que podemos hacer en este momento es hacernos aplicar la vacuna; pues será el mejor modo de proteger mi propia vida; la de los seres queridos que gravitan a mi alrededor y la de todos mis conciudadanos. Si no somos capaces de asumir este sencillo razonamiento, difícilmente podremos decir que creemos en el mensaje del rabí de Galilea, o que practicamos una ética civil solidaria y creíble.

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