Hace unos 4 años, en el Día de la memoria de las víctimas de la guerra, el periodista Elías Cohen escribió que “no deberíamos ver al totalitarismo como una reliquia de un tiempo ido, sino como un virus que puede mutar cuando menos lo esperemos”. Su sentencia ha resultado profética y el totalitarismo, que está siempre agazapado detrás de los sistemas autoritarios, se ha despertado de repente y en menos de lo que canta un gallo, el mundo se encuentra de nuevo sumido en una guerra de consecuencias imprevisibles.

También se suele escuchar que en una guerra lo primero en morir es la verdad; pero en este caso la frase tal vez no aplique; pues la flagrancia de la agresión de una de las mayores potencias militares del mundo contra un estado pequeño y sin muchos recursos de defensa no da espacio para enmascarar verdades. Lo que hay es una agresión ilegal e ilegítima que está cobrando la vida de miles de civiles ucranianos, incluidos, como siempre, los más inocentes y vulnerables, las mujeres, ancianos, y niños.

Se puede argumentar que nosotros solo recibimos la visión sesgada de Occidente; que Rusia tiene razones válidas; que los países de la descuartizada Unión Soviética se han vuelto pro-occidentales; que algunos han ingresado a la OTAN y que Rusia siente que le cierran la tenaza; que en Ucrania viven millones de ciudadanos rusos y que hay provincias que están luchando por su independencia, y que hay supremacistas armados en Ucrania. Nada de ello oculta el hecho de que una nación que está siendo arrasada de manera irracional en su infraestructura productiva, en sus vías y, sobre todo, que cientos de miles de ciudadanos han sido condenados, de la noche a la mañana, a la categoría de parias que huyen despavoridos a enfrentar hambre, frío, privaciones y desarraigo.

Según un reporte de la agencia Reuters, ya hay denuncias de que los soldados invasores están violando mujeres ucranianas a su paso por los pueblos capturados. La ONU reconoció en una resolución del 2008 que las mujeres y las niñas se convierten en objetivo militar sexual durante las guerras, como un medio de humillar, de sembrar terror, y también de practicar “limpieza étnica”, al producir una generación de niños que tendrán mezclada la sangre del agresor.

En este caos quizás sea algo positivo que una parte importante de la comunidad internacional ha rechazado y condenando la agresión rusa, y ha producido una serie de sanciones económicas, políticas, e incluso culturales y deportivas que quizás el Kremlin no previó. Por otro lado, ha puesto a muchos a meditar sobre la fragilidad del sistema democrático, y que muchas fronteras actuales no dan garantía de que líderes autócratas las respeten y, en resumidas cuentas, que ni las Naciones Unidas ni otros organismos apósitos tienen poder real para detener tales arbitrariedades.

Por tanto, solo queda que los amantes de la paz redoblemos esfuerzos para exigir que los invasores paren esta agresión, que los países involucrados se sienten en una mesa de diálogo con voluntad real de paz, para aliviar la crítica situación de la sociedad civil; y de paso, para que detenga la hemorragia de sangre joven de los soldados que caen cada día en ambos bandos, pues, como afirmaba el obispo francés François Fenelón, lo único cierto es que “todas las guerras son guerras civiles, porque todos los hombres son hermanos”. Y la vida de un soldado que muere duele tanto como la vida de los inocentes que huyen de la barbarie.

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