Mural en una calle, Haití. (Foto: Archivo)

Durante este siglo en nuestro continente, las tensiones políticas, principalmente entre la derecha y la izquierda, han generado revoluciones y guerras, así como dictaduras y totalitarismos que enlutaron a millones de familia en América Latina. Sin embargo, en la última mitad de siglo XX, las dictaduras de derecha una a una fueron implosionando, y países como Bolivia, Argentina, Guatemala, Nicaragua, Chile y Paraguay lograron salir del oscurantismo político y evolucionar hacia sociedades más democráticas y pluralistas. Aunque no pasó lo mismo con las dictaduras de izquierda.

Dice un adagio que “no hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista”, y eso estamos presenciando estos días en los sucesos de la Antilla mayor. Después de 60 años de férreo sometimiento al monopartidismo, finalmente el pueblo cubano decidió que, a pesar del miedo y la represión, no se podía aguantar más y salió a la calle a borbotones, a protestar por las condiciones de extrema precariedad en la isla, y por la falta de “libertad y vida”, como lo expresa una de las canciones que han acicateado la protesta.

Sin dejar de lado los daños irreversibles del bloqueo de los Estados Unidos que la ONU ha condenado, se reconoce que el socialismo trajo algunas cosas buenas a Cuba; en el campo educativo, de atención sanitaria y en el desarrollo deportivo; pero la restricción para la iniciativa privada que es inherente al comunismo, termina por castrar de sus mejores fuerzas y pauperizar a cualquier sociedad, pues en medio de la pobreza florece la corrupción, y detrás de ella un abanico de males sociales. Lo admirable es que, hasta ahora el pueblo cubano, sometido a años de escasez y privaciones, ha sido más aguantador y paciente que ninguna otra nación en este lado del mundo.

En Haití, por otro lado, parece que no hay revuelta social posible ni definitiva para traer un poco de paz, de desarrollo y de bienestar a esta nación, la más pobre y subdesarrollada de todo el continente, y que encaja en el duro epíteto de “nación fallida”, que se acuñó a finales del siglo pasado.

Aunque nadie quiere oír que su país es un proyecto de nación fracasada, el calvario de los haitianos, –como el de los cubanos– y la mayoría de los países latinoamericanos que se debaten entre diversos sistemas ideológicos y económicos, pero donde parece prevalecer la ineficiencia y corrupción, en el caso de estas naciones no se vislumbra una solución plausible. Cuando después de años de opresión sangrienta cayó la dictadura de los Duvalier, muchos pensaron que un nuevo día amanecería para esta vapuleada nación; pero solo hemos presenciado un sucederse interminable de presidentes y primeros ministros que salen todos por la puerta de atrás en medio de corrupción, violencia política y revueltas sociales que parecen no tener fin.

El hartazgo social que se vive en estos días en Cuba, y el luto en Haití tras el magnicidio de su líder, nos hablan de una América que sigue buscando con dolor un camino creíble y transitable hacia el progreso y la verdadera libertad, madurez y democracia; donde los ciudadanos puedan ejercer la creatividad, expresar sus talentos, trabajar por sus sueños y buscar la felicidad para sí y para los suyos.

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