Rafa en espera de llegar a ver de nuevo a sus seres queridos.(Foto: REC)

Norristown, PA – Cuando se decretó el inicio de la pandemia, yo al igual que muchas familias cambiamos los planes que teníamos para el 2020. Como mi familia y yo teníamos cerca de un año en los Estados Unidos, me enojé y me quejé mucho porque ya no pude viajar a la Ciudad de México para visitar a mis padres, a mis hermanos y a mis amigos, pero pronto recibiría una lección.

El temor que me causó escuchar que las muertes por el coronavirus sucedían cada vez con más frecuencia, me generaron mucha preocupación por el estado de salud de mi familia lejana. Yo sabía que mi esposo, mi hijo y yo, estábamos bien aquí, que cumplíamos con todas las medidas de seguridad que nos era posible, sin embargo, no tenía la certeza de que allá, los míos estuvieran bien.

La mente me traicionaba imaginando que la pandemia era un mar turbulento, que nosotros estábamos en un barco grande, pero que mis familiares estaban en una barca pequeña y que en cualquier momento sería tragada por la tormenta. Sí, todo un tema de ansiedad. Me aferré al teléfono celular para verlos y hablarles. Los extrañé mucho. Lloré mucho.

Y conocí a Lupita y a su hijo Rafael. Lupita, una mujer alegre y trabajadora, quien se despidió de sus seres queridos hace más de 15 años para migrar a los Estados Unidos, que como muchos mexicanos salen en busca de un mejor futuro. Ella no había tenido la opción de hacer un plan para regresar a su país y convivir con sus padres y hermanos en los próximos meses como lo había hecho yo.

El emotivo reencuentro de Rafa y sus familiares.  (Foto: REC)

Al hablar con ella entendí que, en mi opinión, Lupita experimentó una de las despedidas más dolorosas que existen. Una despedida llena de abrazos de “te quiero”, de “hasta luego”, de “felicidades”, de “adiós” y hasta de pésame, porque como la vida sigue su curso, seguramente unos nacerían y otros morirían. Qué difícil es dar una despedida sabiendo que ya se lleva en el alma el dolor del luto de ese ser querido que ya no alcanzaremos a ver a nuestro regreso –si es que sucede–.

Después de casi 500 días de pandemia, y tras haber sido vacunados, a nosotros y a Rafael (estadounidense por nacimiento), se nos presentaba la oportunidad de, por fin, viajar a México. Y así lo hicimos. “Rafa” cargaba en su mochila varios souvenirs para obsequiar a sus parientes, pero lo más preciado fue la carga que su madre depositó en él. Ella lo llenó de abrazos, de besos, de caricias, de palabras dulces, de bendiciones, de “salúdame a todos por allá”, pertenencias invaluables que él tenía que transportar y entregar con mucho respeto y cariño a sus destinatarios. Al llegar al aeropuerto, “Rafa” fue recibido por sus familiares, inmediatamente y con mucha emoción entregó su preciada carga. Así, Lupita y sus hermanas pudieron abrazarse y besarse de nuevo.

A partir de ese momento, y el haber sido testigo de ese cuadro verdaderamente conmovedor, no tuve más que aprender la lección. Yo sí tenía entre mis brazos a mis padres y a mis hermanos. Yo si estaba ahí, y me sentí la persona más afortunada del mundo. No más quejas. Aprendí a aceptar y a apreciar todo lo que la vida me ha dado, y a reconocer lo bendecida que soy.

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