Partidarios del presidente saliente de Estados Unidos, Donald J. Trump, violan la seguridad del Capitolio en Washington, DC. Tras los hechos se decretó toque de queda en la capital del país. EFE/EPA/WILL OLIVER Credito Efe

Democracia: sistema político que defiende la soberanía del pueblo y el derecho del pueblo a elegir y controlar a sus gobernantes.

Trumpismo: ideología política que propone gobernar para el pueblo, por el pueblo, desde el pueblo, pero sin el pueblo.

Como bien notarán, estos términos se contradicen entre sí. No se puede ser trumpista y democrático a la misma vez. Los términos se excluyen mutuamente. Esto explica por qué Trump, desde su elección en 2016, ha venido lacerando los principios democráticos y constitucionales que por los últimos 245 años han regido en los Estados Unidos de América. 

Tristemente los republicanos, que sabían que Trump estaba minando la confianza ciudadana en el sistema democrático, hicieron caso omiso de las alarmantes expresiones de Trump y solo señalaron, “dejen que Trump sea Trump”. Gracias a esa permisividad del Partido Republicano, Trump hizo comentarios tan bizarros como “podría dispararle a gente en la Quinta Avenida y no perdería votos”. “México nos envía a la gente que tiene muchos problemas, que trae drogas, crimen, que son violadores”. “John McCain no es un héroe de guerra. Prefiero a los que no han sido capturados”.

Ni hablar de cómo Trump despotricó contra la prensa durante sus cuatro años de presidente, tildándola de falsa y enemiga del pueblo. Trump trató de usar la estrategia del nazi Paul Joseph Goebbels​​, quien sugería repetir la mentira hasta que la gente la aceptara como verdad. Así mismo, Trump, en su discurso político sólo procuró sacar lo peor de la gente: su racismo, sus prejuicios, su fanatismo, su falso patriotismo. Este es el legado de Trump, una nación profundamente dividida y una democracia herida.

Por esto, lo que ocurrió en el Capitolio no me sorprendió, fue el resultado lógico de un presidente que ya había sido señalado a principios del 2017 por un grupo de 33 psiquiatras que envió una misiva al New York Times donde aseguraban que “Creemos que la grave inestabilidad emocional indicada por el discurso y las acciones del señor Trump lo hace incapaz de servir con seguridad como presidente”. Los evidentes rasgos narcisistas patológicos de Donald Trump le hacen buscar adictivamente el reconocimiento y el elogio; lo que explicaría la devoción y obsesión por su propia imagen, y el hecho de que pasara casi todo el tiempo enredado en largas batallas contra todo aquel o aquella que no le siguiera sus pretensiones. Lo mismo que un partido republicano y una iglesia evangélica que le permitió y condonó una conducta que va en contra de los valores más elementales de la democracia y de la fe cristiana.

Lo que pasó en el Capitolio quedará en la memoria histórica como una mancha en la institucionalidad estadounidense, cuando un presidente traicionó su juramento de defender la democracia y la seguridad nacional. También, esa mancha salpica principalmente a la iglesia evangélica y sus líderes, que abiertamente apoyaron, exaltaron e incluso lo llamaron “un enviado de Dios”. La iglesia cristiana alcahueta tendrá mucho que explicar a la ciudadanía estadounidense de esa extraña y errática conducta.

No quepa la menor duda de que el desastre político de esta administración no es producto único de Trump. Le acompaña en ese desastre el silencio permisivo de Mitch McConnell, el cinismo político de Ted Cruz y Marco Rubio y el séquito de senadores republicanos que por conveniencia politiquera cerraron su boca y se congraciaron con los desaciertos y disparates de Trump. Mantengamos la memoria fresca porque en los próximos comicios electorales del 2022 y 2024 habrá que pedirle cuentas a estos senadores y representantes.

La tarea más grande le toca a la entrante administración de Biden, y es el traer un mensaje unificador y sanador, que restablezca el honor al voto y a la democracia. En esto todos tenemos que poner nuestro grano de arena, independientemente de nuestra postura política. Este no debe ser un asunto partidista, sino patriótico y ciudadano. Cada uno de nosotros debemos comprometernos a ser más tolerantes, más dispuestos a escucharnos y reconvenir, para desarrollar una infraestructura política que nos represente.

El sistema democrático es uno donde los electores tienen que exigir su espacio y el respeto a su soberanía electoral. Tenemos mucho por andar y educar a nuestra comunidad sobre sus deberes y responsabilidades cívicas. Ahora nos toca comenzar la buena tarea de organizar nuestras comunidades y sembrar conciencia, para levantar nuevos y frescos candidatos latinos y puertorriqueños, con una clara conciencia de a quién van a representar. El senador Tommey se retira. ¿Por qué no pensar en la posibilidad de lanzar un candidato o candidata nuestra para el senado federal? ¿Por qué no pensar en la elección de un Representante puertorriqueno o latino para el Congreso? ¿Por qué no pensar en ampliar la representación latina en la alcaldía y el senado estatal?

Ahora que el instigador de la Casa Blanca se va, no podemos dormirnos en los laureles y pensar que los demócratas nos traerán el paraíso. Ese “paraíso” tenemos que forjarlo nosotros, por nuestro propio bien y el de nuestras futuras generaciones.

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