Simone Biles de los Estados Unidos se presenta en la Bóveda durante la final del equipo femenino en los eventos de gimnasia artística de los Juegos Olímpicos de Tokio 2020 en el Ariake Gymnastics Centre en Tokio, Japón, 27 de julio de 2021. (Foto: EFE/HOW HWEE YOUNG)

La temprana derrota de la tenista Naomi Osaka, emblema de los Juegos de Tokio, la encargada de prender el sagrado pebetero, y la retirada súbita de la gimnasta Simone Biles en plena final por equipos reavivó el debate sobre la presión fatal que experimenta cualquier deportista, pero especialmente los grandes mitos, cuando se enfrentan a unos Juegos Olímpicos.

De nada sirve que el patio de butacas esté vacío. El miedo escénico, del que hablaba Jorge Valdano para describir la fuerte impresión que recibe el futbolista en un estadio abarrotado de un público vociferante, surte efecto igual.

La ausencia de público en los Juegos de Tokio, una medida drástica adoptada para evitar la propagación de la COVID-19, no ha reducido, contra todo pronóstico, el temor al fracaso que experimentan los deportistas olímpicos, aun cuando sean figuras consagradas como Osaka o Biles.

«Tengo que centrarme en mi salud mental», alegó el pasado martes la mejor gimnasta del mundo para justificar su inesperado abandono después de haber intervenido en el potro, su primer aparato en el concurso por equipos, privando a Estados Unidos de su mejor baza en beneficio de Rusia, que logró, al fin, su primer oro desde la desintegración de la Unión Soviética.

No hubo lesión física de Biles, como se temió en un primer momento. Fue un asunto de «salud mental», reconoció la Federación Estadounidense de Gimnasia.

La genial acróbata norteamericana confesó que estaba sometida a un fuerte estrés «en una semana larga, en un ciclo olímpico largo».

Sus reservas de resistencia mental entraron en fase de alerta y prefirió no arriesgarse a sufrir un vaciado total cuyo arreglo iba a ser todavía más complicado.

«Somos personas, además de deportistas, y a veces hay que dar un paso al lado», dijo Biles.

Naomi Osaka de Japón le da la mano a Marketa Vondrousova de la República Checa después de su disgusto durante los eventos de tenis femenino de la tercera ronda de los Juegos Olímpicos de Tokio 2020 en el Ariake Coliseum en Tokio, Japón, 27 de julio de 2021. (Foto: EFE/MICHAEL REYNOLDS)

Unas horas antes, en el parque de tenis Ariake, Naomi Osaka cayó en octavos de final frente a la checa Marketa Vondrousova, 42 del mundo. En una jornada lluviosa, el viento se llevó al icono de los Juegos, la efigie más repetida en los carteles.

La fuerte presión que experimentaba ya antes de empezar los Juegos se disparó con la rápida eliminación del número uno, la australiana Ashleigh Barty, a manos de la española Sara Sorribes. La salida por la puerta chica de la primera cabeza de serie concentraba el foco sobre la número dos, Naomi Osaka.

La japonesa se había retirado de Roland Garros alegando también problemas de salud mental. Se había negado a comparecer ante la prensa, como exige el protocolo de la ATP, asumiendo que iba a pagar la preceptiva multa cada vez que lo hiciera.

Con la excepción de un deporte tan super profesionalizado como el fútbol, que tiene su momento cumbre en los mundiales y pasa de puntillas por los Juegos, los deportes clásicos del programa olímpico ponen a prueba la fortaleza mental de sus practicantes.

Envueltos en un aura mitológica, los Juegos Olímpicos constituyen -así lo reiteran todos los deportistas- la más grande manifestación deportiva del planeta, un escenario que todos quieren pisar y al que todos temen, aunque se llamen Simone Biles o Naomi Osaka.

De vez en cuando, muy de tarde en tarde, tal vez fruto de una misteriosa alineación planetaria, el universo deposita sobre la tierra un ser inmune a la presión, y entonces todos los elementos se confabulan para construir un mito.

Usain Bolt, retirado en 2017, ha sido el último fenómeno. Cuando llegaba la hora solemne de apostarse en los tacos de salida para librar el combate olímpico supremo sobre la pista de atletismo, el astro jamaicano, lejos de agobiarse, se agigantaba.

Y en virtud de una extraña ley de compensación universal, sus rivales se achicaban en la misma medida que él crecía, de forma que la batalla se había resuelto antes de la partida.

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí