El Viejo San Juan, Puerto Rico. (Foto: Rosalba Cote-Esquivel)

Me fui a Puerto Rico De vacaciones, y la verdad que disfruté la belleza natural de esa isla encantadora. Corrí por sus playas, admiré sus mares, trepé sus veredas y montañas, recorrí las intrincadas carreteras de sus campos. Esas carreteras no son aptas para personas con problemas cardíacos; la altura de sus montes, con sus espectaculares vistas le quitan el aire al más experimentado viajero.

Toro Negro en Orocovis, especialmente las Cabañas de Doña Juana. El Museo del Cemí y la Casa de Blanca Canales en Jayuya, el Centro Ceremonial de Caguana en Utuado, el Gigante Dormido en Adjuntas, la Sierra Bermeja y la pintoresca Parguera en Lajas. La restaurada Catedral de Nuestra Señora de la Candelaria en Mayagüez, con su hermosa Plaza de Recreo y el imponente Ayuntamiento al cruzar la plaza. Yauco, un pueblo de 265 años de fundado, con una impresionante arquitectura de influencia francesa y corza. El Convento de Santo Domingo de Porta Coeli en San German, una de las estructuras eclesiales más antiguas del hemisferio occidental (1609). El poblado de Boquerón en Cabo Rojo, donde el bolerista Gilberto Monroig cantó sus últimos boleros. Puerto Rico es un archipiélago lleno de universos por explorar. Lo más atractivo de ese archipiélago boricua, es su gente. Alegres, amables, siempre dispuestos a la sonrisa y el apretón de manos. Ni el huracán María, ni la pandemia, ni los temblores de tierra, ni los 123 años de cruel coloniaje han podido robarle su alegría; parece que este pueblo hasta las penas celebra. Por eso le apodaron la “Isla del Encanto”, y con razón. Es un encanto visitar esta hermosa tierra y a su gente.

El Viejo San Juan, Puerto Rico. (Foto: Rosalba Cote-Esquivel)

A la par de este cuadro de belleza, encanto y esplendor, se erige como gótica mueca, la otra cara de la moneda. Una nación en crisis, con un gobierno en desgobierno, una Junta Fiscal que “fiscaliza” una crisis fiscal sin precedentes. De los cinco territorios de los Estados Unidos de América, Puerto Rico es el más poblado y el más endeudado. No produce nada y todo lo importa de los Estados Unidos y con la flota mercante estadounidense que es la más cara del mundo. El Congreso estadounidense tiene total potestad política sobre la Isla y todas las crisis económicas las resuelven a “billetazo limpio”. Lo más degradante de esta otra cara de la moneda es la politiquería partidista. Por un lado, pululan los defensores del “Estado Libre Asociado” (ELA), que pretenden revivir un sistema que nunca tuvo vida. Por el otro lado, están los anexionistas del Partido Nuevo Progresistas (PNP), que vociferan hasta el hastío la ilusión de la anexión a un país (EE. UU.) que los ignora y los escupe. Por otros lares, el Partido Independentista Puertorriqueño (PIP), los pipistas, como les decía Muñoz Marín, esperan lánguidamente a que los “gringos” le lleven en bandeja de plata la independencia de Puerto Rico. A estos políticos, por su presuntuosa astucia política les pasó como a Sísifo, que, por su astucia hizo enfadar a los dioses. Como castigo, fue condenado a perder la vista y a empujar perpetuamente un peñasco gigante montaña arriba hasta la cima, sólo para que volviese a caer rodando hasta el valle, desde donde debía recogerlo y empujarlo nuevamente hasta la cumbre y así indefinidamente.

Así hormiguean estos políticos, ciegos y condenados a llevar a cuestas plebiscitos inicuos y fútiles que solo alimentan la demagogia de ellos mismos. Han hecho de esa demagogia su fin político. Es una demagogia tóxica, violenta, antihumana y atea. Les importa un “pepino angolo” el clamor del pueblo y se oponen a los más elementales principios de justicia y de la fe que pretenden profesar; se oponen con todas sus fuerzas a Dios mismo. Se rige por el absoluto, por lo cual es absolutamente antidemocrática. Es una demagogia creativa, que sopla su ateísmo sobre todo lo que toca. Crea una ilusión falsa de prosperidad y progreso, a la vez se traga su propio veneno hasta desintegrarse en su propio vacío.

El Viejo San Juan, Puerto Rico. (Foto: Rosalba Cote-Esquivel)

Ante esta mezcla de encanto y dolor me asalta la memoria el poeta catalán del siglo de oro español, Joan Boscà (1487-1542) y de quien tomé el título de este escrito. En uno de sus poemas escribe: “De mí una soledad extraña siento / Tan grande, que me busco y no me hallo / Ni aun me hallo donde me he perdido / Veo me tal, que disimulo, y callo / Para el mundo mostrándome contento…” Esa es la sensibilidad del poeta que logra plasmar, en bello lenguaje, su dolorosa incertidumbre.

Me siento inquietamente identificado con este fragmento del poema de Boscà, que a pesar de haber sido escrito hace más de 500 años, su vigencia me sorprende. Veo en el poema el sentir de mi pueblo, que, aunque es un pueblo alegre que canta, chinchorrea y baila, en ello esconde su histórica incertidumbre para mitigar la angustia del vacío que vive. Con esa terapéutica alegría sobrelleva su deseo de algún día vivir en paz y libre de la aterradora mordaza del colonialismo.

Lo interesante de esta contradicción es que a pesar de la crisis que vive la nación, sus encantos y esplendores no merman y a pesar de esos mismos encantos y esplendores la corrupción política tampoco merma. Ambas conviven bajo el mismo sol. Aunque no van tomadas de la mano, la corrupción se aprovecha de la patria encantada para saquear el tesoro patrio. Pero en el devenir de su presente se escucha un toque de un tambor diferente, uno que recuerda a “Tembandumba de la Quimbamba / Rumba, macumba, candombe, bámbula…” y ahora canta otros ritmos, “pasito a pasito, suave suavecito… des-pa-ci-to”, pero certero en su descontento con el abuso y fresco en su expresión autóctona y esperanzadora.

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