(Foto: Cortesía/Leno Rose Avila)

(…) Regresé dos horas después. Entré a la habitación donde mis hermanas y mamá todavía estaban allí acompañando a mi padre; obviamente, estaba recibiendo mucha atención de sus seres queridos en ese momento. La habitación se quedó en silencio cuando entré. No podían creer lo que veían…, miraban con incredulidad y debieron haberse preguntado qué me acababa de pasar.

«Mr. Radical» ya no tenía barba, y su cabello era corto casi como el de un cadete. Había dejado mi sombrero en mi auto para que todos pudieran ver lo sucedido en mi cabeza. Creo que todo el mundo estaba en shock, sabiendo cuánto valor ponía en mi pelo largo y mi barba. Ignorándolos a todos, caminé hasta los pies de la cama del hospital de mi padre, tomé lo que parecía ser una postura de Pancho Villa “el machote”, y dije: «Aquí estoy, papá. Dime lo que quieres hacer».

Mi padre me dio una de sus famosas sonrisas. Mi papá tenía una de esas sonrisas de Louie Armstrong, de esas que dejan al descubierto todos los dientes. No creo que jamás hubiera hecho sonreír a mi padre así ni una sola vez en mi vida. Sé que le causé mucho estrés y tormento a lo largo de los años, pero ese día hice a hacer sonreír a mi padre.

«Ven. Siéntate a mi lado y hablemos», dijo, mientras hacía un gesto con la cabeza hacia una silla que estaba cerca de él. Me acerqué y me senté junto a mi padre y comencé una conversación que se prolongó durante los días restantes que estuvo en el hospital.

Lo que mi padre me había susurrado ese mismo día, y lo que me negué a decirle a las mujeres en esa habitación, fue: «Ve a cortarte el pelo y la barba. Quiero ver a mi hijo. Entonces podremos hablar». Le habría dado cualquier cosa a mi padre, pero eso fue todo lo que me pidió. Me quedé mucho tiempo en el hospital, sobre todo en las noches. Cuando los demás se habían ido, me contaba historias maravillosas de su vida, su noviazgo con mi madre y lo orgulloso que había estado el día en que yo nací. Mi padre estaba sufriendo en un hospital, luchando por su vida. Al mismo tiempo, estaba llenando mi corazón y mi alma con toda una vida de sus historias y conversaciones. De joven había perdido mucho de mi lengua materna y no podía comunicarme eficazmente con mi padre, que solo hablaba español. Trabajando con los campesinos, trabajadores agrícolas, pude mejorar mi español y por fin pude tener magníficas conversaciones con él.

Mientras estuve allí, le hicieron una cirugía exploratoria a mi padre y descubrieron que su cáncer era inoperable. Estuve allí la noche en que los médicos vinieron a decírselo a mi madre. En ese momento, los riñones de mi padre no estaban funcionando bien y le estábamos dando transfusiones de sangre para mantenerlo con vida. No teníamos seguro médico, solo el buen nombre de mis padres. Mis padres siempre pagaban sus facturas, pero una estadía prolongada en el hospital llevaría a la familia a la bancarrota durante un par de generaciones.

Mi padre, como mucha gente pobre, evitaba ir al médico o al hospital con lo que pensaba que eran dolores o molestias rutinarias por miedo a las enormes facturas médicas que nadie podía pagar. Si hubiera ido temprano para recibir tratamiento, tal vez hubieran podido detener el cáncer, o al menos, prolongarle un poco la vida.

La noche que supimos que su cáncer sería fatal, mi mamá me llevó aparte. Mientras fumaba uno de sus cigarrillos mentolados, me confió: «Leonard, (así me llamaban entonces), tu tío Manuel ha llamado a Severita y Cruz (hermanas de papá en Chihuahua, México) y están tomando el próximo autobús a Colorado. No podemos permitirnos las transfusiones de sangre, así que una vez que hayan llegado y hayan visitado a tu padre, dile al médico que no le dé más transfusiones de sangre». Mi madre había sido enfermera y mis dos hermanas mayores eran enfermeras registradas, pero me asignaron esta tarea que mi madre no podía hacer. Ella parecía tener la sensación de que me guardaría el asunto para mí y lo haría con total discreción.

«Está bien», dije, en estado de shock por el hecho de que ahora me pidieran que asumiera esta difícil responsabilidad. Había cinco hermanas mayores, dos de las cuales eran enfermeras, pero a mí se me encomendaba ese delicado e indeseable deber.

Cuando mis tías llegaron de México, disfrutamos de dos noches llenas de amor y risas. Aun así, su llegada fue una señal ominosa para mí; pronto tendría que decirle al médico que detuviera las transfusiones. Estaba triste y en conflicto por esta gran responsabilidad; en los años siguientes, mi madre iba a contar conmigo para ser la mano firme en muchas otras situaciones.

48 horas después de la llegada de mis tías de México, sentí que era hora de tomar una decisión. Estuve allí tarde en la noche, alrededor de las 10:00, después de que todos se hubieran ido a casa. Sabía que seríamos solo mi papá y yo. Cuando todos se fueron, fui a la estación de enfermeras y les pedí hablar con el médico encargado antes de que terminara su turno. Luego volví a la habitación y esperé.

Más tarde el médico llegó: «La enfermera dijo que querías verme».  Me dirigí a mi padre para decirle que quería asegurarme de que le dieran mejor alimentación. Sonriendo, asintió con la cabeza.

Salí de la habitación con el médico y caminamos unos 7 metros; aunque mi padre no hablaba inglés, no quería que escuchara lo que estaba a punto de decir.

El médico tenía prisa por irse a casa y apresuró la conversación: «¿Cómo puedo ayudarlo?» Busqué las palabras: «Yo … nosotros … mi madre y yo … queremos que detenga las transfusiones de sangre para mi padre. Él ya ha visto a sus hermanas y no podemos pagar más». No sabía por qué estaba dando toda esta información, pero sentí que las lágrimas estaban a punto de salir y todos mis pensamientos se derramaban de mi boca. «No podemos pagarlo, así que tenemos que parar».

«¿Está seguro?» preguntó en voz baja. «Sí, estoy seguro». Las palabras salieron más lentamente ahora, con más convicción.

Su respuesta fue fría y profesional; «Está bien, haré que la enfermera prepare los papeles y usted tendrá que firmarlos». Solo pude responder con suavidad: «Firmaré». Antes de que pudiera agradecerle adecuadamente, ya estaba al final del pasillo con otras historias clínicas en sus brazos.

Aproximadamente una hora después, la enfermera llegó con los formularios. Debo haber leído y releído todo al menos cuatro veces, antes de firmar. Y creo que en el momento en que firmé, fue cuando comencé a despedirme definitivamente de mi padre.

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