El Presidente electo de Colombia Gustavo Petro, habla luego de conocer los resultados de las elecciones en Bogotá (Colombia). (Foto: EFE/Carlos Ortega)

Colombia acaba de elegir a su nuevo presidente, Gustavo Petro, exmilitante del grupo guerrillero M-19, que en los años 70 y 80 surgió en el país como la primera guerrilla urbana y de base universitaria; en los años 90 se desmovilizó, y desde entonces, Petro, uno de sus cuadros, inició su incursión en la política como concejal, parlamentario, alcalde de la ciudad capital y senador; posición desde la que dio el salto hasta la Casa de Nariño, el palacio de gobierno colombiano.

Aunque los dos finalistas a la segunda vuelta electoral mostraban números muy parejos, su triunfo no fue una sorpresa; era el ganador más probable, dada la gran organización de su campaña, sostenida por una coalición de partidos de izquierda y centroizquierda ya activos, mientras su opositor no traía partido ni estructuras políticas, y llego a la final de sorpresa, apoyándose en las redes sociales y destapando, de paso, el gran disgusto de los electores con los partidos tradicionales.

Por muchos años, Colombia era vista desde Washington como su mejor aliado estratégico en la región. Gobiernos de derecha y centro se alternaban, y la izquierda sufría de un rechazo y desprestigio total, a causa de los secuestros, extorsiones, asesinatos, atentados contra la infraestructura y desmanes de todo tipo en que incurrían las guerrillas de las FARC y el ELN, además de su aberrante connubio con los carteles, lo que hizo que, por años, el país se volcara hacia la derecha. Sin embargo, tras iniciar diálogos en 2012 y firmar acuerdos de paz en 2016, una nueva generación de jóvenes creció en estos 10 años sin memoria del “tiempo de la guerra”, y han visto en las promesas de la izquierda la solución a sus muchas frustraciones por la falta de empleo y oportunidades de progreso; a ello se sumaron las minorías indígenas, campesinas y afro, históricamente desatendidas, y todo esto pavimentó el camino al triunfo.

Durante la campaña, los oficialistas intentaron asustar afirmando que la llegada de Petro al poder implicaría la caída del país en la órbita del Castro-Chavismo, y que Colombia podía correr la misma suerte de Venezuela. Pero, aunque muchos inversionistas tienen sus proyectos en “hold” hasta ver señales más claras de la nueva orientación económica; en general la elección se ha recibido con tranquilidad, e incluso quienes no votaron por Petro confían en que la tradición democrática y la fortaleza institucional del país no dará espacio para que suceda en Colombia una debacle financiera y social como la que le trajo la Revolución Bolivariana a su vecina Venezuela.

El triunfo de Petro en Colombia, de Pedro Castillo en Perú, Gabriel Boric en Chile, Xiomara Castro en Honduras y otros líderes de izquierda o centroizquierda en la región, se debe leer una señal clara del descontento de las masas obreras, los pobres, los indígenas y las minorías étnicas; las cuales, incluso en épocas de bonanza financiera, –como se podría decir de Chile en los últimos 30 años–, a menudo son dejadas de lado en el éxito financiero. Si bien es cierto que izquierdas ideologizadas y radicales han decepcionado y creado desastres en varios lugares de América Latina; una izquierda social y dialogante, respetuosa de la democracia, que valore las fortalezas ya existentes y que apoye el libre emprendimiento, seguramente podría hacer mucho para disminuir las grotescas desigualdades que aún avergüenzan a la región. Esperemos que sea así para el nuevo gobierno de Colombia, y que el fantasma del Castro-Chavismo quede solo para los cuentos chinos.  

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