Vista de la Casa Blanca en Washington, DC, EE. UU., este 4 de octubre de 2020. EFE/EPA/MICHAEL REYNOLDS

La sociedad estadounidense se distinguió en el pasado como una sociedad hegemónica, tolerante, fraternal y diversa. Hoy día, podemos decir que esta sociedad es mucho menos tolerante, menos fraternal, menos hegemónica y muchísimo más diversa. A pesar de que en nuestra nación la libertad religiosa está garantizada por la Constitución, parece que el protestantismo y el catolicismo han dominado el discurso político-religioso. Para la administración Trump, el concepto constitucional de separación entre iglesia y estado no representa un impedimento para su agenda política.

El 1 de enero de 1802, Thomas Jefferson le envía un comunicado a la Asociación Bautista de Danbury, CT., donde dice: “contemplo con una soberana reverencia tal acto de todos los estadunidenses, quienes declararon que su legislatura ‘no hará ninguna ley respecto al establecimiento de una religión, o prohibirá la práctica libre de las mismas’, construyendo así un muro de separación entre la Iglesia y el Estado”. (Negrita del autor).

Esa frase, “un muro de separación”, toma una relevancia importante en la crisis política que vivimos. Por un lado, la administración Trump ha estado erigiendo un muro para evitar que inmigrantes indocumentados entren al país, mientras sutilmente ha estado demoliendo el “muro de separación” entre la iglesia y el estado.

En el más reciente cuatrienio presidencial, hemos visto cómo una buena parte de la iglesia evangélica, mayormente anglosajona, se ha aliado abiertamente a la actual administración de la Casa Blanca. Así mismo, estamos viendo como el asunto de sustituir a la fallecida juez del Supremo, Ruth Bader Ginsburg, se ha convertido en un proyecto religioso-político para avanzar en agendas ultraconservadoras. Hay que reconocer que el hecho de ser conservador o liberal no descalifica a nadie para fungir como juez de ninguna corte, y menos del Tribunal Supremo.

Parece que hemos entrado en una extraña dimensión histórica, donde se propone abiertamente una agenda de iglesia-estado para galvanizar la influencia conservadora en las instituciones judiciales. En el 2016, en Sioux Center, Iowa, una comunidad cristiana de las más conservadoras de la nación, de unos 7500 habitantes y con 19 iglesias, Donald Trump le dijo a los allí presentes; “el cristianismo está bajo una amenaza tremenda; …los cristianos son la mayoría de la población y aun así no ejercemos el poder que deberíamos tener.” Luego prometió: “el cristianismo tendrá poder. Si me eligen, van a tener a alguien que los representará muy muy bien. Recuerden eso.”

Cuando leo esto no deja de retumbar en mi cabeza la historia del emperador Constantino durante los primeros siglos de la Era Común. Constantino logró constituirse como monarca absoluto en el año 326. Constantino hereda un imperio fragmentado y tenía que buscar un elemento unificador que le diera continuidad y cohesión al imperio. Así, en el 313 publicó el Edicto de Milán, que terminaba con la persecución contra el cristianismo y permitía la libertad de culto. 

El cristianismo de entonces era una comunidad de más de seis millones de personas, y por la acción de su fe representaban una fuerza coherente y unida. Constantino encontró en el cristianismo su solución. Nunca cambió sus imágenes paganas y fue solo en su lecho de muerte que pidió ser bautizado. Su fe cristiana ha sido cuestionada hasta hoy día por muchos historiadores de la iglesia. Lo que produjo aquella alianza entre el imperio y la iglesia está grabado en la historia y se considera ese periodo (476 al 1453), como el más oscuro de la historia humana.

Chatarreros de México venden metal abandonado por la obra del muro de Trump. Vista de un bloque del muro fronterizo en la zona de Ysleta, hoy en Ciudad Juárez en el estado de Chihuahua (México). EFE/Archivo

Al parecer, Trump se ha embarcado en una estrategia constantiniana. Trump sabe que el cristianismo es una fuerza sólida y unida, cuya fe ha influenciado la sociedad estadounidense desde sus inicios. Él sabe que el 65 por ciento de la población se identifica con esa fe, que representa más de 190 millones de personas (según PEW). También sabe que esa población es de tendencia conservadora. Trump no es un político de carrera, pero conoce el sentir de una comunidad anglosajona cristiana que se siente amenazada por el aumento demográfico de otras comunidades no blancas. El evidente declive demográfico de la población anglosajona y el marcado declive del cristianismo ante una avanzada del secularismo, parecen poner a esa comunidad anglosajona a la defensiva. Trump, al igual que Constantino, busca en esta población una ganancia política. En el caso de Trump, garantizar cuatro años más de gobierno e imponer y/o revertir leyes que garanticen el conservadurismo político-religioso.

Con esta alianza político-religiosa, la actual administración de la Casa Blanca está atando cables de alta tensión que podrían desencadenar en una explosión social.  Históricamente, cuando un estado ha querido imponer o favorecer una religión, el resultado siempre ha sido desastroso. En este drama que hoy vivimos, usted no es un espectador pasivo. Está en su conciencia honrar la democracia que los fundadores de esta, nuestra América, nos dejaron como legado.

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