Militar ucraniano asiste a una posición en primera línea cerca de la aldea de Avdiivka, no lejos de la ciudad de Donetsk, Ucrania, controlada por militantes prorrusos. (Foto: EFE/STANISLAV KOZLIUK)

El nuevo año ha iniciado con gran nerviosismo internacional y con vientos de guerra en las fronteras de la ex Unión Soviética. Se suceden los viajes del secretario de Estado Blinken, del canciller ruso Lavrov, y de jefes de estado, ministros y secretarios militares de otras potencias europeas y asiáticas involucradas en el conflicto, acudiendo a reuniones y cumbres de emergencia para tratar de conjurar el peligro.

Viviendo en esta parte del mundo y dependiendo sobre todo de la prensa occidental, es difícil hacerse una visión objetiva de las raíces de este conflicto. La imagen que tiene el presidente ruso Vladimir Putin en Occidente es muy negativa, y en general, se le presenta como un dictador corrupto y criminal con ribetes de capo mafioso; pero lo cierto es que la mentalidad social y política rusa es muy difícil de entender en occidente; y cómo deben ser y actuar sus gobernantes es cábala para nosotros.

Desde la visión rusa, después del colapso del comunismo todas las repúblicas occidentales de la Unión Soviética empezaron a mirar hacia Europa como camino hacia un mayor progreso económico y libertades individuales. Al mismo tiempo, la Alianza Militar Atlántica aprovechó la circunstancia para asociar esos países a la OTAN y, así, ir “cerrando la tenaza” alrededor de Moscú. Desde luego, Rusia, la gran potencia militar y petrolera, no quiere ser vista como un país irrelevante, por el contrario, quiere seguir mostrando músculo y exigiendo respeto.

Pero no hay que ir tan lejos para percibir vientos de beligerancia; pues aquí, en el propio patio de Latinoamérica las tensiones políticas y los conflictos abundan. Solo en los últimos 3 años ha habido protestas violentas y levantamientos populares en países, desde los más pobres, como Nicaragua, Bolivia, Guatemala, Ecuador y Haití, hasta los más desarrollados y estables como Brasil, Chile, Argentina, México y Colombia; las ha habido en países que no toleran protestas, como Cuba y, ni qué decir de Venezuela, país arrasado y devastado por la flamante revolución bolivariana.

En su libro “La Revolución Rusa: un balance a 100 años de distancia”, Cesar Vidal explica cómo Lenin y los Bolcheviques desde el inicio decidieron establecer un régimen del terror para lograr que la revolución fuera adelante; una práctica en la cual tuvieron después discípulos muy aventajados en las revoluciones marxistas de otras regiones, incluidas la de Corea del Norte y la Antilla Mayor. Por otro lado, recuerda la cruda y cínica afirmación de Lenin de que “la mentira es un arma revolucionaria”; axioma usado hasta hoy con desparpajo y sin sombra de escrúpulo por regímenes y partidos comunistas y marxistas del mundo entero.

Esto no significa que también dictaduras de derecha no hayan usado esta táctica para medrar; pero es evidente que el uso politizado y una manipulación sistemática de mentiras económicas, sociales o religiosas le han servido bien a los azuzadores de revoluciones para encender el ánimo de obreros, indígenas, campesinos, mujeres y minorías, y atizar el odio de clases –tal como lo enseñaba Marx–, para sembrar tensión y división; y después, llevar la gente a votar, no guiados por un análisis sereno, sino poseídos por una ira visceral y una furia electoral contra los “explotadores imperialistas”. Así es como llegan al poder profetas del fin del mundo. Así fue destruida en menos de una década una nación tan rica y pujante como Venezuela; así se están derribando otras, y algunas más podrían embocar este camino en reversa por no querer aprender de los ejemplos de la historia.

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