(Foto: Ilustrativa/Anete Lusina/Pexels)

El pasado 9 de mayo, el boxeador puertorriqueño Félix Verdejo, se entregó a las autoridades federales del FBI en Puerto Rico, luego de que esa misma agencia le acusara por la muerte de la joven Keishla Rodriguez, de 27 años, quien estaba embarazada de él. A pesar de la ola de asesinatos que arropa la Isla, este asesinato causó estupor e indignación tanto en Puerto Rico como acá en la diáspora boricua. Apenas unas semanas antes de este horrible incidente, otra mujer fue ante un juez para pedir una orden de protección, alegando que su pareja la estaba amenazando de muerte. La orden le fue denegada y la mujer terminó calcinada por su pareja. Podría seguir dando ejemplos de casos similares, pero para muestra un botón basta. Este tipo de violencia de género no se limita a ninguna cultura o nación en particular.

Según la Organización Mundial de la Salud, una de cada tres mujeres, sufren agresión física o sexual. Esta no es solo una estadística, es una realidad que sufren nuestras hermanas, madres y amigas en manos de nuestros hermanos, padres y amigos. Me duele decir esto, pero en muchas de nuestras familias, barrios y naciones esto es el pan de cada día para muchas de nuestras mujeres. Parece que la mujer, esencial en la vida de cualquier relación humana, es vista de manera inferior por el hombre, que también es esencial en la vida de cualquier relación humana.

Estamos presenciando en público lo que a escondidas corre por la sangre y psiquis de personas totalmente centradas en su propia imagen. Son espejos rotos que se miran a sí mismos, presas de prerrogativas inculcadas por la tradición, tanto cultural como religiosa. La violencia contra la mujer no es un asunto genético o biológico, es aprendido a través del ejemplo que se vivió en la niñez. Esos son los espejos rotos que quedan en el fondo del alma y que distorsionan la manera que miramos a nuestro prójimo. En el Nuevo Testamento, Judas hace una descripción muy interesante de esta distorsión: “Estos son manchas en vuestros ágapes, que comiendo impúdicamente con vosotros se apacientan a sí mismos; nubes sin agua, llevadas de acá para allá por los vientos; árboles otoñales, sin fruto, dos veces muertos y desarraigados, fieras ondas del mar, que espuman su propia vergüenza; estrellas errantes para las cuales está reservada eternamente la oscuridad de las tinieblas” (Judas 1:12-13).

(Foto: Ilustrativa/Pexels)

Solo personas carcomidas por esta distorsión son capaces de actos tan inhumanos y violentos contra su prójimo. Aunque el texto de Judas pertenece a una realidad de dos mil años atrás, parece estar describiendo una escena actual del siglo 21. Milenios antes de Judas y milenios después, se ha perpetuado en tradiciones, folclor, chistes, religión e incluso leyes la inferioridad de la mujer. A tal magnitud que algunos hombres se sienten dueños del cuerpo, psiquis y alma de sus parejas. Esta perniciosa agresividad implica que estamos ante un problema humano que nos toca a todos y todas. En mi práctica pastoral me sorprende escuchar a cristianos preguntar, “¿Por qué no lo deja?”, pero no preguntan por qué le agrede. El juicio cae sobre la víctima agredida y no se cuestionan las prerrogativas del agresor.

Este problema no es un asunto de nuestros tiempos, también lo sufrieron las sociedades de antaño. Nosotros hemos recibido un influjo de violencia tal que nos convertimos, inconscientemente, en constructores de esa violencia. Desde el seno de nuestros hogares construimos esa violencia cuando le gritamos, insultamos y agredimos a nuestras parejas por insignificancias; cuando le permitimos a nuestros hijos libertades nocturnas que no le permitimos a nuestras hijas; cuando celebramos que nuestros hijos preñen a alguna joven, pero nos avergonzamos cuando nuestras hijas quedan embarazadas.

La violencia contra la mujer es un monstruo que hemos heredado y lo alimentamos con nuestro lenguaje sexista, con los injustos roles que le asignamos a nuestros hijos según su género. Es un veneno que hemos asimilado pasivamente, pero su efecto se manifiesta con elevada agresividad. Este no es un problema de individuos, es un asunto estructural. Nuestras instituciones están permeadas por ese pensamiento machista patriarcal. Son estructuras fundamentadas en la desigualdad, donde se impone lo masculino sobre lo femenino, donde a la mujer que vende su cuerpo se le condena, pero al hombre que lo compra se le justifica.

La violencia contra la mujer es violencia contra lo humano. Urge que aprendamos a detectar el abuso antes de que el ciclo de la violencia esté muy avanzado. Ante la más mínima sospecha de abuso hay que activar todos los recursos necesarios para evitar una muerte innecesaria. Ni una más de nuestras mujeres debería sufrir de esta horrible injusticia. La mujer es el taller donde se forja la vida y merece nuestro más alto honor.

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