Policías trabajan en el proceso de identificación tras el asesinato de civiles en Bucha, antes de enviar los cuerpos a la morgue, en las afueras de Kiev, Ucrania, el miércoles 6 de abril de 2022. (Foto: AP/Rodrigo Abd)

Los periódicos del mundo muestran las imágenes de la locura. Imágenes sin rostros y sin partes de su cuerpo; imágenes de las víctimas inocentes del desenfreno mental de una persona ciega y sorda que se empecina en seguir jugando a los soldaditos como cuando era chico y bombardeaba con canicas a la supuesta ciudad que había inventado en una parte de su casa. La diferencia radica en que en aquel entonces la guerra terminaba cuando su madre lo llamaba para que se lavara las manos y fuera a almorzar. Recién allí los soldaditos de hierro iban a una caja especial  donde cabían perfectamente acomodados, mientras que los de plástico iban a otra, a una caja común, donde eran apilados uno arriba del otro sin importar las condiciones.

Henry Miller, escritor estadounidense, dijo una vez que “Cada guerra es una destrucción del espíritu humano” y las fotos en la primera plana de los periódicos y que las agencias informativas distribuyen a todo el planeta, no hacen más que ratificar aquel pensamiento, que vuelve a tener actualidad.

Es obvio que a Putin no le interesa que el hombre que aparece tirado en medio de una calle bombardeada de cualquier lugar de Ucrania haya sido un padre de familia ejemplar, que trabajase ocho horas del día para que en su casa (ahora destruida, como su esposa y sus dos hijos adolescentes) no les faltara nada. Tampoco le importa a este asesino en serie que aquel otro hombre muerto dentro de su vehículo haya estudiado Ingeniería o Abogacía o Medicina o cualquier otra carrera que le estaba posibilitando tener estabilidad económica, y que incluso había juntado unos ahorros para visitar a su familia en Argentina o a los de su bella esposa que precisamente están sufriendo del otro lado de la frontera.

Mucho menos le importa que el mundo lo condene y que se le vayan cerrando las puertas de la economía y ni siquiera las consecuencias que deben pasar escritores, deportistas, profesionales y todos aquellos que por el simple hecho de ser rusos, deben padecer  prohibiciones y censura, aunque nada tengan que ver con el pensamiento del déspota de su presidente.

Ni a Putin ni a sus secuaces ni a  las organizaciones internacionales que ostentan siglas, les interesa la condición de los cientos de cuerpos que fueron tirados a las fosas comunes y ni siquiera tuvieron el privilegio de ser despedidos por su familia o conocidos. Tampoco sus nombres ni apellidos, ni su condición social ni nada. La consigna es matar y destruir y jugar a la guerra como si se tratara de uno de los divertimentos que abundan en las consolas de juegos.

Las fotos hablan, las fotos se lloran. Las fotos muestran en las caras, que Henry Miller tenía razón, y demuestran que los hombres se convierten en asesinos y cínicos y salvajes, cuando el poder los sobrepasa. Y para colmo, ya no vive su madre para que lo llame a almorzar.

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