(Foto: Ilustrativa/Pexels)

No hay duda de que la crisis del COVID 19 trajo un florecimiento económico para ciertos sectores particulares, como las grandes farmacéuticas y las empresas ligadas al mundo de la virtualización; pero en general, la pandemia ha causado un bajón gigantesco en la economía nacional y mundial.

Es por esto que nuestro país y muchos otros están ansiosos por reabrir todos los canales de actividad económica; desde los grandes centros comerciales a la entera industria de la hospedería, bares, restaurantes y lugares de entretenimiento, incluidos cines, teatros, centros recreativos, grandes estadios y arenas, además del mundo educativo.

Esta urgencia no es solo comprensible sino también justificada. Además de dañar la economía, los largos períodos de confinamiento también han afectado la salud física y mental de muchas personas. La primera, por la limitación al movimiento y la imposibilidad de obtener atención en salud allí donde la medicina virtual es limitada; y la segunda, por el veto a reunirse con amigos, colegas y familia amplia, en aquellos espacios de esparcimiento necesarios para la expresión del afecto y la cercanía típicos del ser humano.

Sin embargo, la pandemia también ha tenido algunos efectos colaterales positivos; como un cierto sentido de solidaridad social ante la necesidad de luchar contra un enemigo invisible y común; y, por otro lado, les ha descubierto a muchos sus propias falencias humanas y la necesidad de buscar un mayor equilibrio emocional y sentido para su vida.

Durante los largos años de permanencia en la prisión de Robben Island, en Sudáfrica, Nelson Mandela solía repetir: “podrán encarcelar mi cuerpo por siempre, ¡pero jamás lograrán encarcelar mi espíritu!” Las personas con una vida emocional ordenada, una vida psicológica orientada y una vida espiritual desarrollada, han superado mejor el encierro, pues son personas que, al gozar de paz interior, saben estar en compañía de sí mismas, encantarse con una buena lectura, una sinfonía, disfrutar el tiempo con sus íntimos o simplemente deleitarse con los sonidos del silencio.

Hay que autorregularnos pues la urgencia por recuperar el espacio de la economía y de la salud física y mental no pueden llevar a una reapertura irresponsable, que pueda desencadenar otro pico de pandemia. Es indispensable que tanto gobierno como ciudadanos aportemos a crear estándares básicos, para una reapertura exitosa.

Entre estos, los sistemas para identificar casos, aislarlos y rastrear contactos deberían haberse ya refinado mucho, para ayudar a recintar a tiempo los focos infecciosos. Debemos asegurarnos de haber blindado a la población de riesgo; los ancianos, los ciudadanos con condiciones preexistentes, los trabajadores de la salud y todos los de la así llamada “primera línea”, cuyo desempeño es indispensable a la sociedad. Y luego, se deben establecer protocolos muy claros para permitir las reuniones masivas, las grandes aguzadoras de la pandemia. Pero, ante todo, es crucial el crecimiento de la conciencia ciudadana. Solo quien desea visceralmente proteger a los suyos y al prójimo se toma en serio el uso del cubrebocas y los protocolos de distanciamiento. Sin este aporte de “amor social” y de responsabilidad personal será inútil pedirles mejores resultados a nuestros gobernantes.

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