Kensington, Philadelphia PA. May2023. (Foto: Staff/Impacto)

Frente a la crisis de los opioides, Pensilvania y otros estados afrontan el debate sobre los pros y contras de abrir Sitios de Inyección Supervisada (SIS, en inglés) en su territorio. Filadelfia lo viene contemplando desde el 2017, al igual que estados como Nueva York y California. El Gobierno Federal ha dicho que no permitirá esos centros y que los perseguiría como si fueran expendios ilegales de substancias prohibidas.

En los últimos años, la narrativa sobre esta crisis culpa a tres frentes: la categoría médica, que empezó a recetar calmantes con gran facilidad a los pacientes de neuralgias; luego a las grandes farmacéuticas, que apoyaron con entusiasmo a esos doctores en la puja por aumentar sus ventas; y, por último, a los carteles de la droga, que pronto descubrieron una mina de oro ofreciendo drogas más baratas y fuertes como el fentanilo.

Pero en un reciente estudio publicado en “Scientific American”, la autora Maia Szalavitz reclama un cuarto culpable: los que crean políticas y toman decisiones desde el gobierno. La reportera denuncia la miopía de quienes hacia el año 2012 pensaron que para disminuir el consumo de calmantes bastaba limitar duramente su prescripción, en clínicas que eran vistas como meros centros dispensadores de analgésicos.

Pero estas medidas represivas no previeron cómo ayudar a los miles de pacientes que ya se venían medicando en forma controlada; los cuales, al perder a sus médicos y clínicas, no tardaron en recurrir a los proveedores de la calle.

Hoy, los que apoyan la apertura de los SIS argumentan que es una medida sobre todo humanitaria para disminuir el número de muertes por sobredosis, ya que, en un sitio vigilado, estas se detectan rápidamente. Los que se oponen a la medida argumentan que estos centros fomentan la adicción y desestimulan la búsqueda de verdadera ayuda, además de que atraen a los enfermos a las zonas más vulnerables que suelen ser racializadas.

Filadelfia intentó por primera vez abrir un SIS en 2019 en el sur de la ciudad, pero el Gobierno Federal frenó la idea, en buena parte por las protestas de los vecinos, ya que aunque en otros lugares algunos SIS parezcan reportar beneficios, muchos residentes locales temen que estos centros se conviertan en un foco de atracción aún mayor, de enfermos en situación de calle, de dealers y carteles, y que aumente aún más la inseguridad; pues no es claro cómo la Ciudad podría gestionar los diferentes frentes de atención y cuidado que exige una iniciativa tan compleja como esta.

Además de las más de 100 mil vidas perdidas el año pasado, de la 200 actuales por día en el país, y de las 15 en Pensilvania, tan solo en 2018, esta crisis a nivel nacional les costó a los contribuyentes en EE. UU. $696 billones; además de lo que ha costado a los vecinos de las zonas donde han estado anidadas las diversas caras de la crisis. Esto se evidencia en la nula calidad de vida de estos vecindarios, que sistémicamente han sido abandonados a su suerte; en la disminución de la oferta comercial y laboral, y la devaluación de la vivienda, que aprovechan cazadores de oportunidades, con el plan a largo plazo de revender cuando gane terreno la gentrificación en esas zonas, de las que hoy la gente escapa y vende por unos cuantos chavos, como está sucediendo en Kensington, síntoma exacerbado de lo peor que tiene el país más poderoso del mundo.

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