Millares de peregrinos acudieron a Jerusalén para festejar el Domingo de las Palmas, a pesar de la guerra colindante. (AP Photo/Ohad Zwigenberg)

El mundo tiene un profundo deseo de paz y, sin embargo, los gobiernos y las naciones parecen ser incapaces de evitar los conflictos. La cruenta guerra entre Rusia y Ucrania completó en febrero pasado dos años, desde cuando Rusia invadió sorpresivamente el este de Ucrania el 24 de febrero de 2022, en una tragedia que deja ya varias decenas de miles de civiles muertos y varios centenares de miles entre las bajas militares, y se calcula en 8 millones los desplazados ucranianos.

De igual manera, continúa sin tregua ni solución la guerra entre Israel y Hamás, después del sangriento ataque llevado a cabo por la organización terrorista contra territorio israelita el 7 de octubre pasado, cuando en un ofensiva sorpresiva perpetrada desde el sur fueron asesinadas cerca de 1,200 personas, heridas otras 2,000 y unas 250 secuestradas como rehenes.

Según autoridades palestinas bajo el liderazgo de Hamás, la masiva retaliación de Israel ya ha causado cerca de 32,000 bajas entre extremistas, milicianos y población civil en la franja de Gaza, y ha desplazado a más de 1,8 millones de personas, por lo que la crisis humanitaria generada es de proporciones catastróficas.

En medio de este panorama más que desolador, los cristianos de todo el mundo han empezado la semana de celebraciones conocida como la Semana Mayor, o Semana Santa, y sorprende cómo, a pesar de la guerra que arde no muy lejos, en Palestina, miles de creyentes de todo el mundo han concurrido hasta Jerusalén para celebrar el Domingo de Ramos, o la gran procesión de las palmas, con la que se recuerda la entrada del profeta Jesús a la Ciudad Santa en lomos de un borrico. Lo aclamaban como rey, en un evento que estremeció a las autoridades de su tiempo e inició la cadena de turbios hechos que llevarían a la ejecución del hijo de María y José, crucificado junto a dos malhechores sobre la colina del Gólgota, en las afueras de Jerusalén.

La multitudinaria y festiva procesión del pasado domingo permitió ver la multiplicidad de etnias, pueblos y culturas de los millares de peregrinos; en la variedad de lenguas, cantos y vestuarios se podía adivinar que procedían de decenas de países de la mayoría de continentes donde la fe cristiana se practica. Fue un mensaje para el mundo de cómo una figura de gran relevancia histórica como la de Jesucristo, aunque hoy se encuentre mal usada o desplazada, sigue atrayendo y siendo centro de un fuerte sentimiento de fraternidad y de aspiración a la paz en todo el planeta.

Muchos hombres y mujeres que hoy se declaran ateos, agnósticos, o simplemente “indiferentes” han recorrido ese camino ayudados por la percepción de que las religiones son violentas, manipuladoras, opresivas, sectarias o retrógradas, a lo que hoy día se suma la crítica de que limita la capacidad del hombre para expresar libremente sus deseos, aspiraciones, preferencias y elecciones.

Desafortunadamente, con frecuencia, líderes con poca fe y mucha ambición, y caudillos tan populares como maquiavélicos, han utilizado la fuerza y el “gancho” que tiene la religión en el alma humana para manipular y causar guerras, estigmatización, persecuciones, genocidios y holocaustos, que han servido de base para esta narrativa.

Por el contrario, el mensaje que Jesucristo trajo a la tierra enseñaba todo menos el odio, o la exclusión, o la discriminación. Jesús nunca dijo: “Vayan y conviertan por las buenas o por las malas a los que no crean”, o “vayan y pasen a filo de espada a todos los incrédulos”. Lejos de ello, Jesús instruyó a sus discípulos: “Vayan y proclamen a todos los hombres la buena noticia de que hay un Dios, y que los ama; sanen a los enfermos, liberen a los poseídos por el mal, hagan ver a los ciegos y anuncien la buena nueva de la salvación”.

En un mundo que anhela la paz, pero que padece cada vez más la ineptitud de cuidarla, y a merced de los mercaderes de la guerra, quizás esta semana de reflexión pueda ser un momento para que miremos nuevamente hacia el interior y busquemos esa luz trascendente, esa semilla de eternidad que se supone vive en el corazón de cada ser humano, y que podría guiar la humanidad a reencontrar el diálogo, la paz, la cooperación y la tolerancia que permita extinguir de una vez y para siempre estos oscuros vientos de guerra con los que, al final, como humanidad, todos perdemos.

Dichosos los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios. Mateo 5, 9 

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