Las calles de Filadelfia se ven insólitamente vacías a causa de la pandemia. (Foto: Phila.gov)

En Filadelfia, todo transcurría normal. En las mañanas, en la hora pico, por las arterias principales, los automóviles fluían con la lentitud de un koala. Las líneas de gente en espera del bus. Los vagones atestados de gente, corriendo entre serpientes de hierro. La mayoría hacia la misma dirección y hacia el mismo propósito: al centro de la ciudad a trabajar.

La mañana era tan normal, que la gente viajaba con la misma parsimonia de siempre. Juntos en el bus, en el auto o en el tren y cada uno en su embeleso particular. Las conversaciones eran escasísimas, a nadie parecía importarle lo que ocurría a pulgadas de su entorno. En los buses y trenes algunos iban con el teléfono en sus narices, evitando el contacto visual con sus compañeros de viaje.

En los planteles escolares, los niños y adolescentes parecían manadas de hormigas entrando a sus túneles. Se oían cientos de voces, pero nadie conversaba. En el desespero por pasar el detector de metales de la escuela era donde se encontraban las miradas rencillosas, y se escuchaba algún adolescente gritar un soez saludo al guardia de seguridad.

Todo transcurría normal a inicios del 2020. Los noticieros estaban informando de un raro virus en Wuhan, una ciudad en China, donde ya cientos de chinos morían asfixiados por un colapso pulmonar o por un repentino deterioro cardiaco. Pero acá en los trenes, los autos y los buses la gente seguía en su normal soledad. No había razón de alarma, vivíamos en el país más poderoso del mundo y con gran prosperidad. Todo transcurría en la menor ansiedad posible, pero en la más colectiva incertidumbre.

El 20 de enero se anunció que un chino procedente de Wuhan, infectado por el raro virus, había llegado a las costas del oeste. Un día después, se confirmaba que un estadounidense de 30 años, del estado de Washington, estaba infectado por el virus. Más tarde, el gobierno establece un grupo de trabajo para tratar con el virus y se declara una emergencia nacional de salud. Para mediados de marzo, el gobierno recomienda que se eviten las reuniones públicas y los viajes fuera del país. La Agencia Federal para el Manejo de Emergencias (FEMA), le recomienda al Cuerpo de Ingenieros del Ejército de la nación a que comience a identificar edificios grandes para usarlos como hospitales y unidades de cuidados intensivos. Era evidente que el brote del virus corría desenfrenado y avanzaba a pasos incontrolables.

Ante la amenaza inminente se cierran escuelas, se cancelan convenciones, festivales, ferias y eventos deportivos. Todo se acrecienta a partir del 11 de marzo, cuando la Organización Nacional de la Salud declara que el brote del virus era una pandemia de magnitudes desastrosas. Las ciudades se infectaron, una tras otra, a velocidad de águila. Decenas de muertes se multiplicaban diariamente. La población de la tercera edad parecía ser la más golpeada, junto a las comunidades negras y latinas. El mundo estaba atemorizado, la gran mayoría de los países fueron afectados por la pandemia. A finales de marzo, la nación se convirtió en el país con el mayor número de casos del virus en el mundo y a comienzos de abril, era la nación con la mayor cantidad de muertes por el virus en el mundo. Con tan solo 3 % de la población mundial, 1 de cada 4 de los fallecidos eran de EE. UU.

La mayoría estábamos llamados a quedarnos en encierro domiciliario, hablábamos con la incertidumbre guindando de los labios y preocupados por la salud de los familiares y amigos cercanos. Algunas casas se llenaron de voces y niños retozando. Para unos los días pasaban fugaces como el arcoíris y pronto el desespero por el trabajo y el ingreso comenzó a amontonarse como las hojas en otoño. La ansiedad por el retorno a la normalidad se sumó a la ansiedad por el virus. No pocos vecinos optaron por una voluntaria reclusión solitaria en sus hogares. Las vías principales quedaron solitariamente desoladas. Los trenes y los buses vagaban casi vacíos por las calles casi vacías de la ciudad que se iba vaciando.

Desde los hogares observábamos la soledad de la ciudad, sin ruido, sin algarabía, sin embotellamientos. Los graciosos gansos pululaban libres y despreocupados por las calles de la ciudad fraternal. Las ardillas se paseaban entre ramas y cables eléctricos, tranquilas, sin el desespero que las distingue. En el bosque de la ciudad volvían a verse manadas de aves retomando el espacio que por derecho natural les corresponde.

En los hogares, descubrimos la falta que nos hacía estar cerca de los que siempre tenemos cerca. Aprendimos a darnos cuenta de lo solos que estábamos aun estando juntos. De momento aprendimos, que estar solos no es el estado natural del ser, que la soledad debe estar acompañada de otras soledades y juntos hacer familia, sociedad. Estos 365 días de soledad poblaron las esperanzas de que se puede continuar, de que las vicisitudes de lo inesperado no nos cancelan ni nos detienen. La pandemia nos paralizó, pero en ese estado de parálisis descubrimos la falta que nos hacemos, la humanidad que nos habita y lo atrevidos que somos para continuar a andar.

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