Foto cortesía de Laura Sánchez.

Norristown, P.A. – ¿Qué haces cuando te sientes tan mal y alguien más te necesita, o te pide ayuda? La mayoría diría que no, pero Laura, seguramente estará ahí.

Cuando la conocí, se encontraba riendo con sus amigas, me saludó y como si nos conociéramos de años, me invitó a sentarme junto a ellas. Me pareció de lo más simpática y feliz. Me contagiaba su forma de reír y lo pícaro de su plática. Yo pensaba “quien fuera ella para estar siempre de buen humor”. Sin embargo, reír no siempre es un reflejo de felicidad, sino un acto de valentía y actitud, y ella así me lo demostró.

Al iniciar el 2021, Laura Sánchez, amaneció con malestar general, se sentía cansada, sus articulaciones se inflamaron, mover las muñecas, los codos, los tobillos y los pies le causaban un intenso dolor, sobre todo la zona lumbar de la espalda. Se sintió pesada y con mucha tensión nerviosa en todo su cuerpo. La fiebre y el dolor de cabeza la convencieron de lo que más temía, se había contagiado y estaba enferma de COVID-19. Se asustó mucho, sabía que ella pertenecía a la población de riesgo y no quería llegar al hospital, de donde probablemente no saldría viva.

Laura y su hija Alondra.

No obstante, no tuvo tiempo de preocuparse por ella, su hija Alondra de 17 años, empezó a tener los mismos síntomas, así que ambas se realizaron la prueba de COVID-19. Al conocer el resultado de “positivo”, madre e hija, se recluyeron en casa esperando sobrevivir al virus. Laura, cuidaba de su hija a pesar de que ella también se sentía muy mal. “Lloré mucho, me dolía todo mi cuerpo, el aroma y el sabor de la comida habían desaparecido, el dulce me sabía feo, me dolía mucho mi cabeza, y levantarme era un martirio por el dolor intenso en mi espalda, pero no tenía opción, y me daba ánimo para atender a mi hija”, recuerda. Comenzó a orar, confiando en que, si ya había sido capaz de salir de otras situaciones difíciles, podría salir avante de esa también.

Cuando Laura tenía 14 años, mientras brincaba la cuerda en su natal Acapulco, México, sintió un dolor agudo en la parte baja de la espalda que le impidió seguir jugando, y ya no se pudo mover. Su familia era muy humilde, y como era muy caro llevarla al médico, su mamá, la “manteaba” para curarla, es decir, la mecía sobre una sábana para “acomodarle la cadera”. Desafortunadamente, sin la atención médica adecuada, ese problema persistió y la dejó imposibilitada para correr. Ella aprendió a vivir así, y a partir de ese momento, el dolor la acompañaría siempre.

Laura y sus amigas.

En el año 2000, orillada por la pobreza y la falta de oportunidades, emigró al estado de Pensilvania. Poco después, durante el embarazo de José Luis, su primer hijo, sufrió de preeclampsia, a tal grado que tuvieron que inducirle el parto para salvarle la vida. Y cuando se embarazó de Alondra, sufrió la misma situación, pero la presión alta ya no cedería. Al igual que su mamá, hoy Laura es una mujer hipertensa.

En 2006, dos años después del nacimiento de Alondra, Laura descuidó mucho su alimentación; sólo bebía sodas azucaradas, y comía una vez al día en abundancia y poco nutritivo. “Me sentí mal, fui al médico y me diagnosticaron diabetes. Me asusté mucho, lloré porque yo sabía que a los diabéticos les cortaban los pies y se morían”, comentó. En la clínica le dijeron que debía controlar su dieta, pero toda la información le era confusa, no entendía que eran carbohidratos, almidón, ni calorías. A pesar de recibir un folleto, ella no comprendía lo que decía, así que, dejó de comer. Sin embargo, eso la llevó a un descontrol total de sus niveles de glucosa en sangre, que la puso en riesgo de un coma diabético, y le tuvieron que administrar insulina tres veces al día.

Mientras Laura permanecía en cama, sus hijos ayudaban a limpiar la casa, eso la despertó. Entendió que, nadie iba a hacer nada por ella más que ella misma. Dos semanas después se levantó y comenzó a bailar. “No puedo pagar un gimnasio para ir a hacer ejercicio, así que me puse a bailar”, dijo animada. Aprendió a cocinar platillos sanos para ella y su familia, consciente que la diabetes es una enfermedad que puede tratarse, y que no te mata si no lo permites. Logró bajar de peso, se sintió mejor y le gustó su nueva apariencia. Lamentablemente, su matrimonio no prosperó y se divorció. Un año después sus hijos se fueron con él. Laura, estaba triste, pero no se dio por vencida, y salió de su casa. Hacía oración y se decía a sí misma “esto va a pasar”. Se maquillaba, se ponía sus mejores vestidos, invitaba a sus amigas y salía a bailar. Una terapia que hacía cada semana para olvidar un poco ese dolor.

Hoy, Laura ha aprendido a aceptar su condición médica. Sobrevivió al COVID-19 junto con su hija. Recientemente, pese a tener algunos síntomas de la vacuna anticovid, ayudó a registrar a decenas de familias de la comunidad de Norristown para ser vacunados. “A pesar de todo lo que médicamente me pasa, procuro estar animada y agradecida porque todavía estoy aquí. Y aunque a veces me deprimo y lloro, me pongo a orar y luego me pongo a bailar. Siempre con la mejor actitud”, finalizó. Sin duda, Laura es un ejemplo de fortaleza y resiliencia.

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