El presidente estadounidense, el demócrata Joe Biden, se encuentra codo a codo con el expresidente republicano Donald Trump. (Foto: Archivo)

A medida que nos acercamos a las elecciones del 2024, el ambiente electoral se caldea, y los grupos de vigilancia empiezan a encender sus alarmas para evitar que haya una manipulación masiva a los votantes que afecte el libre ejercicio de la democracia. Ya se ha visto como el trabajo de los “trolls” puede influir desde lejos para inclinar unos resultados.

Sin embargo, en la raíz y origen de estos temores, hay un factor del que todos somos en alguna medida responsables; el fenómeno de la extrema polarización que nos afecta, y que poco a poco nos ha ido separando como pueblo en dos bandos que se miran con profunda sospecha y desconfianza, perdiendo de vista que Estados Unidos prosperó durante siglos, no solo por tolerar la convivencia entre visiones divergentes del mundo, sino incluso por celebrarla como un motivo de riqueza nacional y cultural, y como una evidencia de madurez política y democrática.

Se sigue recrudeciendo el ambiente que ha venido tomando como target político, a grupos minoritarios, comunidades negras, e inmigrantes de primera y segunda generación; se teme que se les puedan adoctrinar con teorías conspirativas, que lleve a tomar decisiones electorales contrarias a sus mismos principios, presas de la más aguda manipulación.

De aquí la importancia de concientizar a cada votante sobre la necesidad de leer, estudiar, informarse bien, de comprobar las fuentes, de aprender a detectar las “Fake News” con mirada perspicaz; para poder realizar una opción política meditada y consciente.

Pero es posible que, más allá de la invitación a formarse y a hacer chequeo y contra chequeo de las fuentes para no caer en engaños, debamos interrogarnos sobre qué factores han permitido esta “ruptura” del alma de América en dos pedazos, al parecer, hoy día irreconciliables.

Hallar una respuesta honesta y no ideologizada de esta enfermedad política tal vez requiera empezar por reconocer las “faltas” que cada orilla ha ido cometiendo, con muy poco análisis profundo y autocrítica, que lleve a moderar los prejuicios y el discurso de creciente agresividad que nos está golpeando.

Para buena parte de los críticos demócratas, los republicanos quieren perpetuar un estatus-quo donde los ricos siempre se mantengan en la elite, mientras las clases populares trabajen mucho y ganen poco; lo señalan de anacrónicos e intolerantes frente a las nuevas concepciones de familia y de aferrarse a la heteropatriarcal; se les acusa de ser antinmigrantes, y haber olvidado de donde provienen, en un país que ha crecido sobre los hombros de sus antepasados quienes también fueron inmigrantes.  También se les critica de querer favorecer la supremacía étnica, y no respetar otras religiones e ideologías, fuera de su deformada “moral” judeocristiana.

Por su parte, conservadores acusan a los liberales demócratas, de favorecer el asistencialismo hacia quien no se esfuerza por trabajar con disciplina y emprender; de querer un estado que multiplica los impuestos y de querer destruir la familia tradicional fundada en la naturaleza. Los acusan de promover el aborto, más allá de descriminalizarlo; de querer acabar con la masculinidad y la feminidad conduciendo a los niños hacia la cultura “trans” y de promover el anticristianismo.

Además del desafío de poder revalorar los juicios extremos, está el del recuperar el verdadero sentido de la palabra “democracia”, que en su esencia está el permitir la convivencia pacífica entre personas que tienen muchas ideas y formas de entender y concebir la vida social.

Desde el exterior se observa un país, sorteando muchas crisis, donde lejos de avanzar como se pretende estar haciendo, parece que se retrocede. En su reciente libro “Manhood”, Josh Hawley habla de “las virtudes masculinas que América necesita”, e intenta demostrar que no todo lo conservador es anti-moderno, que no todo lo ordenado es anti-democracia, que no todo lo “masculino” es antifemenino, y que preservar valores como austeridad, decencia, amor al trabajo, respeto a las creencias ajenas, o mantener ideas y prácticas que por siglos han producido buenos resultados para la mayoría, es una elección inteligente en la historia de las grandes naciones; mientras que decretar que “todo lo antiguo es malo y solo lo nuevo es bueno”, puede llevar a las sociedades a echar por la borda el gran patrimonio de conocimiento, fortaleza, pertenencia y resiliencia que las hicieron grandes sobre la faz de la tierra.

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