(Foto: EFE/SAMUEL CORUM)

En la vigilia de que se anuncie el Premio Nobel de la Paz, el reciente acuerdo entre Israel y Hamás para liberar rehenes en Gaza, el expresidente de Estados Unidos, Donald Trump, se volvió a posicionar como candidato a recibirlo, un galardón que ha perseguido abiertamente desde que Barack Obama lo recibió en 2009. Trump afirma haber resuelto siete conflictos internacionales, pero ¿cuánto hay de diplomacia real y cuánto de narrativa política?

A primera vista, los logros que Trump enumera parecen impresionantes: treguas entre Armenia y Azerbaiyán, acuerdos entre la República Democrática del Congo y Ruanda, y ceses de hostilidades entre India y Pakistán, entre otros. Sin embargo, un análisis más profundo revela que muchos de estos acuerdos son frágiles, temporales o incluso disputados por las partes involucradas.

Por ejemplo, el llamado “Ruta de Trump para la Paz” entre Armenia y Azerbaiyán no es un tratado de paz definitivo, sino un corredor comercial con beneficios estratégicos para Estados Unidos. En el caso del Congo y Ruanda, el grupo rebelde M23 sigue activo, y las violaciones a los derechos humanos continúan. India negó que Washington haya mediado en su conflicto con Pakistán, mientras que el supuesto alto el fuego entre Israel e Irán fue precedido por bombardeos estadounidenses.

Trump, defendió su política comercial y aseguró que los aranceles que ha impuesto al resto de países y territorios «han traído paz al mundo».

Es un preocupante patrón de acuerdos que incluyen beneficios económicos para Estados Unidos, como el acceso preferencial a minerales en África o amenazas comerciales para forzar treguas en Asia. Esto plantea una pregunta fundamental: ¿puede considerarse “pacificador” quien utiliza la presión económica o militar como herramienta diplomática?

Trump también se atribuye haber evitado una guerra entre Egipto y Etiopía por la presa del Renacimiento, aunque las tensiones persisten. Y en el caso de Serbia y Kosovo, el acuerdo facilitado en 2020 fue económico, no político, y no resolvió un conflicto armado activo.

La paz verdadera no se mide por anuncios ni por treguas temporales. Requiere procesos sostenidos, justicia para las víctimas, y compromisos duraderos entre las partes. El Premio Nobel de la Paz debería reconocer esfuerzos que promuevan estos valores, no simplemente gestos estratégicos o mediáticos.

Trump puede haber influido en algunos momentos de distensión, pero su historial está lejos de representar una diplomacia transformadora. Si el comité del Nobel busca premiar la paz, debe mirar más allá del espectáculo y evaluar el impacto real y duradero de las acciones.

Este enfoque contrasta con el perfil de otros laureados del Nobel de la Paz:

Malala Yousafzai (2014) fue reconocida por su lucha por el derecho de las niñas a la educación frente al extremismo en Pakistán.

Nelson Mandela y Frederik de Klerk (1993) compartieron el premio por su papel en el fin del apartheid y la transición pacífica hacia la democracia en Sudáfrica.

Juan Manuel Santos (2016) lo recibió por su liderazgo en el proceso de paz con las FARC en Colombia, que puso fin a más de 50 años de conflicto armado.

A diferencia de estos casos, hubo procesos sostenidos, justicia para las víctimas y compromisos duraderos, los logros que Trump reivindica parecen más gestos estratégicos que transformaciones reales.

No estamos ante un verdadero pacificador sino ante una narrativa política/económica cuidadosamente construida.

El comité del Nobel busca premiar la paz, por lo que su deber es mirar más allá del ruido mediático y evaluar el trasfondo de las estrategias y las acciones, y más aún su impacto profundo, transformador y duradero.

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