Los inmigrantes hispanos que celebran su herencia en las próximas semanas, viven la contradicción de ser honrados en el discurso mientras son perseguidos en la realidad. Sus aportes a la economía, la cultura y el tejido social son elogiados incluso cuando sus comunidades con familias de estatus migratorio mixto viven bajo el temor constante de la persecución y la deportación. La incoherencia es manifiesta y es una ironía cruel ser celebrado y ser perseguido bajo el perfil racial.
La luz verde de la Corte Suprema a las redadas antiinmigrantes ha provocado indignación y temor no solo en California. Lo que algunos defensores presentan como una simple aplicación de la ley migratoria es, en la práctica, algo mucho más duro: la legitimación del perfilamiento racial, que huele a intenciones maléficas de algunos en el poder que si aspiran a una limpieza étnica. Bajo esta amenaza creíble, familias enteras, aunque entre ellos haya varios ciudadanos, están pensando en irse.
Inmigrantes de todo EE. UU., saben lo que puede significar una parada en el tráfico, estar hablando en español en público, el temor de escuchar que tocan la puerta. Salir a la calle, se ha venido convirtiendo en un acto de valentía para los que tienen un estatus migratorio irregular, donde en esta nueva realidad, todo puede disparar la sospecha, basada únicamente en donde te encuentres, en el acento, en la apariencia o el apellido.
En Chicago se siente una mayor ansiedad, alimentada ante el espectro de la militarización. Los rumores y reportes del despliegue de fuerzas federales han despertado memorias de pasadas represiones, cuando la seguridad pública se volvió sinónimo de vehículos blindados y agentes fuertemente armados. Los residentes se preguntan qué tipo de ciudad están construyendo cuando el equilibrio entre seguridad y libertad se inclina claramente hacia la intimidación.
En medio de estas tormentas, surge otro lamento silencioso y doloroso de las madres y padres deportados, separados de sus hijos, y también de los progenitores que en sus países esperan respuestas sobre el paradero de sus hijos que entraron en custodia del Gobierno y se les ha perdido el rastro en su proceso de deportación.
El peso de estas políticas también afecta a los que buscan refugio o tenían un estatus temporal. Para los beneficiarios del TPS, muchos de ellos con décadas de vivir en EE. UU. y ahora viven en angustia ante el suspenso sobre qué sucederá finalmente con su frágil escudo que les permitía vivir y trabajar legalmente. El programa no ofrecía ciudadanía, pero si una tregua estable, y a salvo de los peligros de sus países de origen.
Terminarlo ahora significa empujarlos a escoger entre volver a enfrentar lo que los hizo huir de sus países o vivir en las sombras y la persecución. En ambos casos, el costo humano es inconmensurable como difícil de predecir sus consecuencias de lo económico al deterioro social. Se están infligiendo y autoinfligiendo heridas profundas en toda la sociedad donde de una manera u otra todos resultarán afectados.
Estas políticas de aplicación ciega de la ley han tenido respuesta en Washington y en todo el país a través de las marchas con cantos, pancartas y un reclamo colectivo por la dignidad, que intenta recuperar la esencia de este país de inmigrantes.
No solo hay protestas, ciudadanos de diferentes etnicidades se han organizado para defender de detenciones arbitrarias a sus vecinos, inclusive haciendo recular a los agentes de migración que hasta se han tenido que retirar por no llevar ordenes judiciales, y con las llantas ponchadas.
Esta es una de las respuestas ante las cada vez más agresivas campañas “memediáticas” de las mismas redes sociales de la Casa Blanca, que parece regocijarse con la escalada virtual de agresiones, que es causa y efecto de lo violento que es este país.
La reciente muerte de Charlie Kirk es la evidencia de los peligros de la polarización radical que alimenta la violencia política. Ninguna causa, por justa que se reclame, puede legitimarse con sangre. Se necesita un consenso básico: que las diferencias se resuelvan en las urnas y en los foros públicos, nunca con armas ni amenazas. Condenar esa violencia, venga de donde venga, es esencial para preservar la democracia y no hacerles el juego a los matones.
EE. UU., en su mejor versión, ofrecía una promesa: que quienes trabajaban duro tendrían un mejor futuro. Ahora es un país que se aleja de sus propios ideales, de libertad y acogida, de esa generosidad que alguna vez definió su esencia, no la de los gobiernos en busca de la dominación, si no de una sociedad con identidades múltiples, que no tenía miedo a la diversidad y la celebraba con iniciativas como el Mes de la Herencia Hispana. En tiempos inéditos para la mayoría de los que habitamos en este rincón del mundo, se necesitan acciones creativas y contundentes. No hay que dejar pasar la oportunidad de celebrar este mes con la gallardía que como comunidad nos identifica.






