Las familias de Filadelfia se sientan a la mesa en este Día de Acción de Gracias con una gran paradoja frente a ellos: una ciudad que ayudó a construir los Estados Unidos es también, actualmente, uno de sus focos de pobreza más persistentes. Aunque cifras recientes la hayan sacado del primer lugar en la lista de “las ciudades grandes más pobres”, la realidad cotidiana para miles de sus habitantes, y especialmente para los vecindarios latinos, es que la inestabilidad económica, el hambre que acecha a la puerta y los cambios en las políticas públicas están redefiniendo cómo las familias celebran esa emblemática festividad.
La inseguridad alimentaria aquí no es una estadística abstracta. Análisis de bancos de alimentos y mapas nacionales muestran incrementos marcados en las necesidades: en el área de servicio de Philabundance, la población en riesgo de inseguridad alimentaria ha aumentado significativamente en los últimos años, y el mapa Map the Meal Gap, de Feeding America, señala tasas de hambre infantil muy altas en toda la región. Para muchas familias del norte y oeste de Filadelfia, la escasez de alimentos es un cálculo mensual, incluso semanal, no una sorpresa que dependa de las estaciones.
La política federal ayuda a entender las causas de esta urgencia. Los refuerzos otorgados al programa SNAP —el Programa de Asistencia Nutricional Suplementaria, que evitó que millones de hogares se quedaran sin comida durante la pandemia— fueron temporales: las asignaciones de emergencia finalizaron en 2023, mientras en Washington continúan circulando nuevas propuestas para limitar la elegibilidad o reducir los beneficios. Cuando los beneficios disminuyen, la brecha no se amplía solo en el papel: se siente en las cajas del supermercado, en los comedores escolares y en las mesas donde las familias eligen entre alimentos de buena calidad y otros gastos esenciales.
Pero la carga no siempre se distribuye de manera equitativa. Los hogares hispanos y latinos ya enfrentaban tasas más altas de inseguridad alimentaria antes de los recortes recientes; y en Filadelfia esas disparidades son especialmente visibles. Investigaciones y estudios de salud pública locales han demostrado muchas veces, los elevados niveles de estrés alimentario en los vecindarios latinos principalmente, donde los salarios bajos, las barreras lingüísticas y el acceso limitado a empleos estables y a comercios con alimentos saludables agravan el problema. Las tradiciones de Acción de Gracias, es decir, las reuniones, las comidas compartidas, los rituales de cada cultura, se celebran bajo una capa adicional de precariedad para las comunidades más vulnerables de la ciudad.
Se debe reconocer que la solidaridad y resiliencia de los habitantes de Filadelfia —sus cocinas comunitarias, redes de ayuda mutua, organizaciones religiosas y el incansable esfuerzo de los bancos de alimentos— son un modelo nacional de respuesta vecinal. Cada año, voluntarios y programas locales distribuyen comidas, canastas con todos los ingredientes para celebrar el “Thanksgiving”, y otros alimentos para que las celebraciones puedan continuar. Pero la buena voluntad no sustituye a una política pública estable que combine la distribución de alimentos de emergencia con soluciones a largo plazo: empleos con salarios dignos, acceso a cuidado infantil asequible y medidas de salud pública que reduzcan los factores que originan la inseguridad alimentaria.
Hay un argumento moral y otro más pragmático. Moralmente, una ciudad que valora la comunidad y la familia, debería garantizar que cada niño pueda sentarse a la mesa sin que los adultos a su alrededor tengan que elegir entre pagar la renta y alimentarse bien. Pragmáticamente, la inseguridad alimentaria nos pasa una factura a todos; en salud, en días escolares perdidos, en economías locales debilitadas. Invertir en alimentación es invertir en la productividad futura de Filadelfia y en su cohesión social.
Este Día de Acción de Gracias, los vecinos se reunirán y, como en años anteriores, muchos compartirán lo poco que tienen. Pero más allá de sostener esas tradiciones, hay que trasladar la buena voluntad de las celebraciones de fin de año a políticas públicas duraderas e inversiones locales estructurales, que combatan efectivamente la pobreza sistémica que golpea a las comunidades racializadas, como las hispanas, que conforman una gran parte de quienes no han podido salir de ese círculo de estancamiento.

