La educación ha sido durante mucho tiempo el gran igualador social: la escalera que permite a cualquier individuo, sin importar su origen, ascender hacia nuevas oportunidades. Sin embargo, en los Estados Unidos de hoy, esa escalera se muestra cada vez más inestable, desigual y, para muchos, fuera de alcance. El sistema educativo actual cruje bajo el peso del abandono sistémico, las disputas políticas y las profundas desigualdades.
De costa a costa, las escuelas públicas luchan por cubrir incluso las necesidades más básicas. Los docentes enfrentan aulas sobrepobladas, materiales obsoletos y la presión de rendir sin contar con los recursos necesarios. Los debates sobre el currículo han convertido las aulas en campos de batalla ideológicos, desviando la atención de lo que realmente importa: preparar a nuestros hijos para pensar de forma crítica y desenvolverse en un mundo competitivo y complejo.
Para los alumnos de familias de bajos ingresos, los obstáculos son aún mayores. La universidad se ha vuelto económicamente inaccesible. El aumento desmedido de las matrículas, junto con la reducción de fondos para becas, deja a muchos jóvenes talentosos fuera del sistema. Y quienes logran matricularse a menudo dependen de múltiples empleos para poder mantenerse, una carga que afecta su rendimiento académico y su salud mental.
Estos retos se agravan para los estudiantes latinos e inmigrantes, quienes enfrentan barreras adicionales en un entorno cada vez más marcado por la desconfianza y la intimidación. No se trata solo del idioma; muchos viven con el temor constante de que sus familias sean blanco de acciones migratorias o discriminación, lo que erosiona su capacidad de concentrarse y rendir en la escuela. Los prejuicios sutiles —desde expectativas más bajas hasta estereotipos culturales— pueden marginarlos aún más de un sistema que, en teoría, debería empoderarlos.
Enfrentar estos problemas requiere más que frases vacías sobre “apoyar la educación”. Exige voluntad institucional, financiamiento sostenido y políticas basadas en la inclusión, no en la exclusión. Las escuelas deben ser espacios seguros y acogedores donde cada niño, sin importar su código postal, su acento o su estatus migratorio, tenga una oportunidad real de formarse y triunfar.
Si no actuamos pronto, corremos el riesgo de perder generaciones de innovadores, líderes y ciudadanos comprometidos. El sistema puede repararse, pero requerirá un compromiso nacional con la equidad, la inversión y, sobre todo, la convicción de que cada niño tiene el derecho a aprender sin miedo.

