Acabamos de regresar de Puerto Rico, y algo cambió en mí.
Estas no fueron solo unas vacaciones; fue un reinicio espiritual, un regreso a casa. Un buen amigo se había retirado recientemente y se mudó de nuevo a nuestra ciudad natal, Mayagüez, para cuidar de su mama. La isla es, como siempre, hermosa y complicada. Hay dificultades, sí —apagones, no tuvimos agua las últimas noches, un poco de pobreza, desigualdad— pero también hay una energía ascendente. Un renacimiento cultural. Y en ningún lugar fue eso más visible que en las calles, en el arte y, especialmente, en el impacto de la residencia de Bad Bunny. Un recordatorio de quiénes somos, de lo que llevamos con nosotros y por qué seguimos luchando.
Este viaje nos reconectó con nuestras raíces, con la música, con la gente, y con una verdad que pesa: ser Latino hoy, aquí o allá, es vivir en resistencia.
En medio de todo lo que está pasando en la isla —crisis energética, desigualdad, desplazamiento y el debate eterno sobre el estatus político— hay una energía nueva, casi como una resurrección. Parte de eso se debe al fenómeno cultural y simbólico que ha sido, como dicho, el histórico evento de Bad Bunny; pero no es solo una serie de conciertos; es una afirmación masiva de orgullo, identidad y pertenencia. Fue la isla mirándose a sí misma y diciendo: “Todavía estamos aquí y mejor que nunca”.
En ese mismo espíritu, tuve un momento inesperado pero inolvidable: mientras compraba quenepas en Salinas, me encontré con nada más y nada menos que Tego Calderón. Un hombre sencillo, en chancletas, hablando con los suyos. Hablamos brevemente, lo saludé con respeto, y me recordó por qué su voz ha sido tan esencial para nuestra gente.
Las letras de Tego siempre han sido más que música. Han sido protesta, han sido espejo. En sus canciones habla de la pobreza, el racismo, la desigualdad; de la lucha por la autodeterminación. No tiene miedo a señalar el estatus colonial de la isla ni a decir verdades que muchos prefieren ignorar. Y verlo ahí, en su tierra, humilde y presente, me reafirmó algo: ser puertorriqueño no es una moda; es una postura ante la vida. Especialmente en la era que nos ha traído Bad Bunny.
Al regresar a Filadelfia, el contraste es doloroso. Aquí, como inmigrantes —aunque tengamos ciudadanía, aunque hayamos vivido décadas contribuyendo a esta sociedad— somos tratados como invasores, delincuentes, violadores. Vivimos bajo un clima político que nos criminaliza, nos niega derechos básicos. La persecución, el rechazo y la invisibilidad ahora son parte del día a día.
Pero esa experiencia en la isla, ese encuentro con Tego y la energía colectiva que vi en la gente me recordaron algo importante: no estamos solos y no estamos vencidos. Nuestra cultura es más fuerte que cualquier política de odio. Nuestra dignidad no se negocia. Y nuestra historia —de lucha, de migración, de supervivencia— es prueba viva de que seguimos resistiendo.
Ser inmigrante hoy no es fácil, Nunca lo ha sido. Pero en cada canción, en cada plato de arroz con habichuelas, en cada quenepa que se comparte en una plaza estamos construyendo algo más grande: una comunidad que no olvida de dónde viene y que no va a dejar de luchar por tener su lugar.

