El jefe de la policía del Capitolio de Estados Unidos, Steven Sund, renunció tras las críticas recibidas por su incapacidad para impedir el asalto al Congreso por una turba de seguidores del presidente, Donald Trump, que causó seis muertos. EFE/EPA/MICHAEL REYNOLDS

Filadelfia PA – Yo me crie en América del Sur, de niña en Uruguay y luego, ya grande, en la Argentina, donde llegué en 1956, el año de la «Revolución Libertadora» contra Perón, y donde empecé a estudiar sociología. Mi corazón es sudamericano.

Mi primera reacción durante lo que fue un intento de golpe en Washington, que no por ser ridículo dejaba de ser serio, fue pensar en los golpes que han sido patrocinados, financiados y hasta organizados por los Estados Unidos. Chile, tal vez con más dolor, porque yo ya era adulta y la elección de Allende había sido un gran triunfo para «los míos». Pero no podemos quedarnos solamente con la imagen de los aviones y de Allende asesinado, porque hay muchas más: Guatemala en 1954, un año después del catastrófico golpe contra el gobierno democrático de Irán, que condenó al Medio Oriente a ser un lugar donde Estados Unidos «exporta» la democracia, –“tanta democracia exportamos que no nos queda nada”–, como dijo la otra noche un cómico libanés.

Mi segunda reacción fue que un país insoportablemente arrogante y ciego hacia su propia historia, había finalmente tenido que enfrentar la posibilidad que Sinclair Lewis había descrito ya en 1935 en su libro «It can’t happen here», (‘Aquí no puede pasar’). Claro que, enseguida empezó la inverosímil letanía de repeticiones de que cuando se vaya Trump vamos a ser, nuevamente, «the beacon of democracy» (el Faro de la Democracia) en el mundo. Como en Arabia Saudita, ¿verdad?, o en Iraq, o en El Líbano, porque de Palestina siempre es mejor ni hablar, y de la Operación Cóndor en Argentina y Uruguay, y de los Contras en Nicaragua, y del golpe mucho más reciente que alentamos en Bolivia; de todos ellos es mejor olvidarse.

Le agradecí a Steve Honeyman que nos hubiera recordado las contradicciones y la diversidad que nos permiten seguir viviendo en un país que rara vez enfrenta su propia verdad. Mis amigos en Europa y en América del Sur tendían a reírse de los payasos disfrazados del Capitolio, pero entre estos payasos había policías y veteranos de la guerra permanente, que estaban entrenados y habían organizado la excursión abiertamente, durante semanas. La reacción social a los golpes que Estados Unidos tan exitosamente ha patrocinado en el mundo ha sido muy duradera, y a menudo muy sangrienta. En algunos casos, se ha transformado en el dominio de regímenes nacionalistas que siguen oprimiendo a su pueblo, como en Irán. La asonada del 6 de enero de solo tendrá consecuencias para los que actuaron, y ni siquiera es seguro que las haya.

Aquí, como en otras partes, la «cara buena» es la interminable resistencia de la gente, y su fe en una democracia que, sí, se le presentó al mundo como ideal aquí, en 1776; imperfecta, mentirosa, pero, como ideal, valedera. Muchas veces la resistencia de la gente ha sido heroica y determinada en seguir su marcha hacia más democracia. Eso es lo bueno.

En el fondo, este final de la espantosa presidencia de Trump era necesario, porque ha demostrado que no era él solo quien atacaba a la democracia, sino su partido. Un partido que se ha estado dirigiendo hacia esto desde 1980 por lo menos. Trump les consiguió una base de extrema derecha que siempre ha existido y ahora ha revelado toda su rabia y su peligrosidad. Yo espero que el Departamento de Justicia y el Homeland Security de Biden no se olviden de esto, porque incurrirían en una falta que pondría en peligro hasta la posibilidad de gobierno democrático. Vamos a tener trabajo para impedirles que lo olviden.

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